Nunca antes me había fijado en cómo tragaba. Era algo automático, algo que simplemente ocurría sin que yo tuviera que pensarlo. Hasta que un día, de repente, sentí que no podía.
Todo empezó con una sensación extraña en la garganta, como si tuviera algo atascado. Tosí, bebí agua, pero la molestia no desaparecía. No dolía, pero estaba ahí. Una especie de presión, un nudo que no se iba. Al principio pensé que sería algo pasajero, quizá una pequeña inflamación, pero pasaban los días y la sensación seguía ahí.
Y entonces apareció el miedo.
“¿Y si tengo algo en la garganta que me impide tragar bien?”, “¿y si me atraganto comiendo?”, “¿y si me ahogo?”.
Empecé a notar que cada vez que comía estaba más tenso. Me costaba pasar los bocados, necesitaba beber agua con cada bocado para asegurarme de que bajaba bien. Cuanto más me fijaba en la sensación, peor era. Hasta que llegó el día en que comer dejó de ser algo natural y se convirtió en una prueba de resistencia.
Cuando tragar deja de ser automático
Lo que me estaba pasando tiene un nombre: bolo faríngeo o globo histérico. Se trata de una sensación de opresión en la garganta que no tiene una causa orgánica clara, pero que en la mayoría de los casos está relacionada con la ansiedad.
El problema es que el bolo faríngeo no solo es incómodo, sino que genera un círculo vicioso. La persona siente la garganta “cerrada”, lo que le lleva a fijarse más en el proceso de tragar. Y cuanto más se obsesiona con ello, más difícil se vuelve.
En mi caso, al cabo de unas semanas, la comida dejó de ser un placer. Comer con normalidad se convirtió en una fuente de ansiedad, así que busqué maneras de hacerlo más fácil. Empecé a evitar los alimentos más secos, a comer despacio, a masticar más de la cuenta. Pero la obsesión siguió creciendo.
Al final, me encontré triturando la comida. Primero las carnes y los alimentos más duros, luego prácticamente todo. Pensaba que si lo tomaba pasado por la batidora, sería más seguro, evitaría el atragantamiento. Me daba cuenta de que no tenía sentido, de que no tenía nada en la garganta que impidiera tragar, pero el miedo era más fuerte que la lógica.
El círculo vicioso del miedo a tragar
El problema no era físico, era mental. Pero en ese momento, no lo entendía así. Para mí, lo que sentía era real: un nudo en la garganta, una resistencia a tragar, un miedo constante a que algo pudiera salir mal en el proceso.
Cada vez que intentaba comer algo sólido, mi cuerpo reaccionaba con tensión. Me ponía en alerta, el pulso se aceleraba, sentía un hormigueo en las manos y, lo peor de todo, mi garganta se cerraba aún más. No porque tuviera un problema médico, sino porque el miedo hacía que los músculos implicados en la deglución se contrajeran.
Y aquí estaba el problema: la ansiedad estaba provocando los mismos síntomas que me aterrorizaban.
Había entrado en el típico ciclo de la ansiedad:
1. Sentía la garganta cerrada.
2. Me preocupaba y me fijaba aún más en cómo tragaba.
3. La tensión aumentaba, y con ella, la dificultad para tragar.
4. Comía con miedo, lo que reforzaba la idea de que “algo iba mal”.
5. Mi cuerpo aprendía que comer era peligroso, y cada vez costaba más.
Si me preguntaban, decía que no tenía hambre. Pero no era cierto. Lo que no tenía era tranquilidad.
Cómo salí del miedo a tragar
Un día, después de semanas comiendo casi exclusivamente purés y alimentos triturados, me di cuenta de algo: mi miedo no estaba en la comida, estaba en mi cabeza. Me di cuenta de que no era que no pudiera tragar, sino que tenía miedo de hacerlo mal.
El problema no se solucionó de un día para otro, pero poco a poco fui saliendo del círculo vicioso.
Primero, me obligué a dejar de triturar los alimentos. Empecé por cosas blandas, pero sólidas: pan remojado, fruta troceada. Sentí miedo, pero lo hice igual.
Después, intenté desviar la atención cuando comía. Me ponía una serie, escuchaba música, cualquier cosa que me ayudara a dejar de analizar cada trago.
Y lo más importante, acepté que la sensación de nudo en la garganta no era peligrosa, sino una respuesta de mi cuerpo al estrés. Cuanto menos le hacía caso, menos se manifestaba.
Al final, sin darme cuenta, volví a comer con normalidad.
Conclusión
El bolo faríngeo es una de esas manifestaciones de la ansiedad que pueden ser increíblemente desconcertantes. No duele, no impide realmente tragar, pero crea una sensación de bloqueo que puede llegar a cambiar la relación con la comida.
El miedo a atragantarse, a no poder tragar bien, se convierte en el verdadero problema. Y cuanto más intentamos controlarlo, más difícil se vuelve.
Si te ha pasado, la clave no está en evitar los alimentos sólidos ni en obsesionarte con la forma en que tragas. Está en entender que el problema no está en tu garganta, sino en el miedo que le tienes a lo que sientes. Y cuando dejas de prestarle atención, poco a poco, desaparece.
Dr. Lerma Carrillo